Ciertas malas voluntades

Era un sábado de verano de 1993, yo tenía 17 años y estaba en reposo porque el día anterior me habían realizado la segunda biopsia muscular en el lado externo de mi muslo izquierdo. Mis padres tuvieron que salir el fin de semana fuera de Lima y yo me quedé en cama. La enfermedad aún incipiente, me permitía desenvolverme con normalidad y autonomía, así  que no había problema. Tenía mi privacidad y mi romance con el silencio y la soledad.

Estaba echada,  supuestamente estudiando porque me estaba preparando para el ingreso a la universidad pero terminaba pensando en nada, cuando sonó el timbre, vi por la ventana de mi habitación en el segundo piso de la casa y Ana estaba abajo con un ramo de flores de muchos colores. Cuando nos saludamos, se sorprendió de verme «cojeando» con un parche en mi pierna. Le expliqué de qué se trataba y que no había de qué preocuparse, que era un examen de rutina y que me dolía un poco al caminar pero todo estaba bien.

 

Ana tenía una voz muy dulce y su tono era bajito. En realidad, toda ella era así. Muy tímida y hasta temerosa. Esa mujer joven ayacuchana fue la que, al verme llegar a casa recién nacida en brazos de mi padre, botó la escoba para correr hacia mí y cargarme*. No estoy  segura si fueron muchas las veces que mi padre me contó esta historia o es que a mí me pareció tan hermosa que la he repetido en mi cabeza constantemente, amorosamente.

 

Es por ella que aprendí los cuentos y canciones de Ayacucho así  como también supe del temor y de la tristeza de dejar su hogar. Creo que su voz era eso, un canto huantino de profunda pena. Mientras ella me contaba sus historias, me permitía recostar mi cabeza en su regazo y puedo recordar claramente hasta hoy, después de tantos años, esa sensación de seguridad que nunca más pude volver a experimentar.

Pero esa mañana soleada, cuando Ana llegó de visita, no sabía que sería la última vez que la vería. Fuimos al patio, pusimos las flores en agua y nos sentamos a conversar. Por más que lo he intentado, no logro recordar nuestra conversación, la tengo muy difusa quizá porque ella había llegado a interrumpir mi silencio y he reeditado ese último encuentro en mi cabeza innumerables veces, las suficientes para quedarme solo con su sonrisa calmada, su acento que sonaba a hogar, los colores vibrantes de las flores y la ternura de su mano sosteniendo la mía.

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Ana murió al poco tiempo de un paro cardiorespiratorio.  Pero fue recién años después, en una de mis sesiones de terapia, que pude llorarla. Hasta entonces estaba anestesiada, no sentía nada, ni pensaba en mi cuerpo. Así que, estando en terapia, y tratando de descubrir quién era yo y dónde había estado todo ese tiempo, fue que comencé a investigar sobre mi enfermedad y sobre mí, y eso incluía querer saber de Ana.

Es curioso  que mis padres hayan escogido el nombre de la persona que contrataron para que me cuide. Las muchas veces que les he preguntado sobre el origen de mis nombres, no he obtenido una respuesta concreta, en cada ocasión dan una versión diferente: por el vals «Anita» que siempre le ha fascinado a mi padre; Milagros por el Señor de los Milagros y «como tú naciste en noviembre* pues….».

Finalmente, comencé  a elaborar mi propia versión y viajé muchas veces a Huanta. Te quería encontrar, Ana. Supe de tus hijos y nietos, de tu empeñada labor comunitaria en los comedores populares de tu distrito y conocí a tus compañeras. Ahí comprendí porqué no dejaste de visitarme: les habías contado de mí y estabas muy preocupada por mí. Yo no lo sabía. Ojalá hubiera sido menos indiferente contigo para recordar nuestra última conversación y entender que, como me lo dijeron tus amigas, ya sabías que te tocaba emprender la retirada y fuiste a despedirte.

*El Señor de los Milagros se celebra en octubre

 

 

 

 

 

 

Los tatuajes (primera parte)

En julio del 2009, cuando tenía 32 años salí de casa de mis padres a vivir en un departamento alquilado junto con Linda, mi asistente personal, que fue muy valiente al aceptar la propuesta de acompañarme a vivir las 2 solas, pero en aquella época estaba mucho mejor que ahora y era muy independiente a pesar de mi condición física así  que creo que todo eso le dio a ella la confianza suficiente para aceptar. Este momento fue maravilloso, surgieron muchas posibilidades y se abrió todo un mundo de situaciones felices.
El 2011 fue un año muy especial pues, entre muchas  otras cosas, me enamoré después de muchos años; adopté a Amaro; crecía profesionalmente y amaba mi trabajo. Además, me «reencontré» con una amiga muy especial y pasábamos muchas tardes/noches/amanecidas de borracheras y conversaciones interminables entre risas y a veces llanto. Con ella, Patty, me atreví a hacer muchas cosas, por  ejemplo, hacerme mi primer tatuaje.

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El screenshot de la foto de ese día. La mano que sostiene mi mano es de Patty. No recordaba la fecha, fue un día antes de mi cumpleaños

Decidí hacerme un par de alitas en mis muñecas. Por supuesto me lo hizo el tatuador de ella y fue en la sala de mi casa. Como a las 8 p.m. llegó Kike y nosotras habíamos estado tomando desde el medio día después de haber dado un paseo por la playa con otra querida amiga. Éramos Linda, Patty, Amaro, Kike y yo en la sala de ese departamento que recuerdo con especial cariño  (tenía una alfombra persa heredada de una tía y así casi todos mis muebles fueron reciclados de diferentes lugares).

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La foto de mi muñeca ese día temprano en la playa

Decidí que tenía que ser en las muñecas porque en esa época atendía pacientes así que no debía verse pero, por la posición de mi mano para manejar el control de mi silla, siempre he podido ver la de la derecha y al final mis pacientes también la notaron y algunos me hacían comentarios bonitos.

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Casi a oscuras, Kike tatuando y Patty agarrando mi mano porque yo no puedo mantener esa posición por mí sola.

Escogí las alas por muchas cosas especiales. Por esa frase que me identificaba tanto de Frida Kahlo: «pies para qué los quiero si tengo alas para volar».  Todo el tema de las aves y su ligereza para ir de un lugar a otro me terminó fascinando, tanto que aún me tatúo aves y me metí a investigar con más profundidad las miles de especies que hay en el mundo.

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Ya con la alita después de tatuarme. Aún podía sostener un pequeño vaso de acrílico. Se ve un poco de ese entrañable depita.

Pues bien, estas alitas fueron mi primer y único tatuaje hasta enero del año pasado que retomé la fascinación por la belleza de los tatuajes y, como ahora ya no ejerzo, con toda tranquilidad me hago tatuajes cada vez más grandes y coloridos y, así, mi piel está siendo cubierta por un gran jardín de flores y aves que, como dice Fangacio en su artículo, «a veces dan la impresión de desprender un aroma real».

Foto de portada: Escena de la película Thelma y Louis (1991). El texto trata sobre mis tatuajes pero en un momento, mientras lo escribía, casi se convierte en una Carta a Patty, a nuestra complicidad, a su presencia que es una fiesta con su olor a tabaco y perfume dulce. Me fui a buscar fotos de ese día en mi Facebook y curiosamente me topé con esta foto que la había posteado en aquella época.  Digo que el texto casi cambia de curso porque me puse a pensar en lo que tú, Patty, significas para mí. Y bueno, por ahora solo hago esta anotación porque nuestra amistad abarcará sendos capítulos.

 

 

 

El descanso del guerrero 

Gran parte de mi vida, familiares y personas cercanas me han dicho que soy «guerrera-ejemplo-de-vida-valiente», y cosas parecidas. Cada vez que los he escuchado, algo en mí sentía cierta incomodidad. Y, normalmente, acepto con gratitud el elogio pero por dentro, algo no me cuadra.

Como ya les he contado, la traqueostomía ha marcado un antes y un después en mi vida, así que esos halagos se hicieron más frecuentes. Por ejemplo, me dicen que cuando algo les va mal, piensan en mí y en mi «fortaleza» y entonces «logran salir de esa dificultad». Dicen que soy una «inspiración» para aquellos que se suelen deprimir por cosas  «insignificantes» o «problemas menores».

Pues les cuento algo: es muy doloroso cuando me colocan en ese lugar. Yo entiendo y agradezco la buena intención que hay en sus mensajes y lo aprecio. El problema es ¿qué pasa cuando se coloca a una persona en un lugar tan alto al idealizarla?. Lo que sucede es que la idealización deshumaniza y la persona se convierte en algo así como en un súper héroe y queda muy lejos, a miles de kilómetros de distancia.

Lo que yo pienso es que cada persona tiene su propia historia con dificultades y problemas que no pueden ser comparables con ninguna otra y, en ese sentido, todos somos guerreros en esta vida y hay  una historia detrás de una decisión y, en mi caso, mi lucha por conseguir el derecho a elegir cuándo, cómo y dónde morir, tiene un fundamento que solo puede depender de mi propia historia.

Ahora que han pasado unos días después de la publicación del artículo sobre mi caso, paré un poco la frecuencia de las entregas en el blog y, curiosamente, tiene que ver con el tema de este texto: era importante tomarme estos días para leer y responder los mensajes y comentarios porque es el primer caso en Perú en que una persona propone el debate de la muerte digna y esto está siendo muy satisfactorio para mí. Así que si me consideras una guerrera, gracias,  ahora necesito de ti, difunde el blog o mis redes y mi voz podrá llegar a más personas y lo primero  que haremos será pensar en el tema y luego opinar y debatir.  A favor o en contra, pero no dejemos de pensar.

Foto por Ana Lía Orézzoli

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