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Laura Palmes (Barcelona,  1954-2011) fue la periodista que registró el caso de Ramón Sampedro (Galicia 1943-1998) y fue precisamente su reportaje «Eutanasia: morir para vivir», con el que ganó en 1994 el Premio Ciudad de Barcelona, el que inspiró a Alejandro Amenábar a realizar la película Mar adentro (2004). En diferentes momentos de mi vida he visto esta película y en cada una he descubierto un sentimiento nuevo. De algún modo, siempre la tuve presente, pero es recién cuando emprendí la lucha por mi muerte digna que la historia de este hombre tuvo más sentido y  he ‘navegado’ en internet buscándolo, tratando de hallar algo más que me acerque a su tiempo y a su mar.

Después de 3 años de búsqueda a solas,  hablando «a escondidas» con médicos tanto de aquí como del extranjero, comunicándome con asociaciones que luchan por este derecho en su país, llorando de frustración porque no veía una salida para mí en Perú, contemplando la posibilidad de hacerlo ilegalmente, empecé a publicar en este blog el 16 de enero de este año. Han pasado más de 6 meses desde ese primer post y todo ha sucedido casi al azar, sin estrategias y esperando más bien la indiferencia o el rechazo de la gente. Fue casi un impulso instantáneo porque la búsqueda en soledad me estaba volviendo loca y necesitaba gritarlo. Pero a diferencia de Sampedro, yo vivo en la época de las redes donde todo es muy rápido, mientras que él demoró años en ser escuchado, lo mío solo tomó un clic con mi dedo índice.

Por todo esto, llamó mi atención fuertemente esa mujer que ya había sido diagnosticada con esclerosis múltiple cuando  ayudó a Sampedro a dejar su obra. Resulta que no solamente viajó, a pesar  del deterioro físico causado por su enfermedad, desde Barcelona a Galicia para entrevistarlo sino que  motivó a Sampedro a escribir acerca de la vida y la muerte. Lo de ambos dejó de ser solamente un trabajo periodístico y se convirtió en una amistad y complicidad tan fuerte que, años después, un cineasta llevó dicha historia a la pantalla grande y «Cartas desde el infierno»*, el libro  de Sampedro, fue reeditado por Planeta con un prólogo del mismo Amenábar.

Palmes ya estaba aquejada físicamente cuando empezó a trabajar con Sampedro, así que mi imaginación me lleva a pensar que no solo era una búsqueda periodística sino que su propia circunstancia la llevó a contar la historia de otro porque aún no podía contar la suya. Así que aquel reportaje sobre la eutanasia luego se transformó en su libro «Darrere les palmeres» (Detrás de las palmeras) y estos dos trabajos sirvieron de inspiración a Amenábar para construir el personaje de Julia (Belén Rueda), la abogada que ayudará a Sampedro y que sufre un mal neurológico que finalmente le hará perder la memoria.

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Escena de la película Mar adentro (2004)

En la escena del primer encuentro,  Julia le pregunta a Ramón «¿Por qué la muerte?», y él se lo explica con tremenda sabiduría y lucidez. Es una escena tan estremecedora como íntima porque creo que Julia está escuchando su propio temor: Sampedro le habla de la imposibilidad de tocarla a pesar de estar a pocos centímetros de él y ella lo mira y los otros personajes de la misma escena están llorando. Ellos dos solo se miran y se escuchan en un mismo idioma. Intuyo que, en la vida real, Laura, quien ya era una periodista reconocida por sus reportajes extremos (Los asesinatos de Atocha y La guerra del Sahara Occidental) estaba buscando una respuesta a lo que ella estaba a punto  de vivir por su esclerosis. Fue una mujer valiente y generosa con su brillantez porque son muy pocos los que se atreven a sumergirse en  la muerte y publicar sobre un tema social tan controversial que puede generar rechazo y temor.

Pero insisto, yo he sido muy afortunada de encontrar apoyo e interés en personas tan valientes y empáticas y con la suficiente capacidad de darse cuenta de que necesito ser mirada y escuchada para poder volar hasta mi propio mar.

https://elcomercio.pe/somos/historias/ana-estrada-psicologa-peruana-pone-debate-muerte-digna-peru-noticia-608909

Foto de encabezado: Laura Palmes

*Mar Adentro

Mar adentro,
mar adentro.

Y en la ingravidez del fondo
donde se cumplen los sueños
se juntan dos voluntades
para cumplir un deseo.

Un beso enciende la vida
con un relámpago y un trueno
y en una metamorfosis
mi cuerpo no es ya mi cuerpo,
es como penetrar al centro del universo.

El abrazo más pueril
y el más puro de los besos
hasta vernos reducidos
en un único deseo.

Tu mirada y mi mirada
como un eco repitiendo, sin palabras
‘más adentro’, ‘más adentro’
hasta el más allá del todo
por la sangre y por los huesos.

Pero me despierto siempre
y siempre quiero estar muerto,
para seguir con mi boca
enredada en tus cabellos.

 

 

 

Los tatuajes (primera parte)

En julio del 2009, cuando tenía 32 años salí de casa de mis padres a vivir en un departamento alquilado junto con Linda, mi asistente personal, que fue muy valiente al aceptar la propuesta de acompañarme a vivir las 2 solas, pero en aquella época estaba mucho mejor que ahora y era muy independiente a pesar de mi condición física así  que creo que todo eso le dio a ella la confianza suficiente para aceptar. Este momento fue maravilloso, surgieron muchas posibilidades y se abrió todo un mundo de situaciones felices.
El 2011 fue un año muy especial pues, entre muchas  otras cosas, me enamoré después de muchos años; adopté a Amaro; crecía profesionalmente y amaba mi trabajo. Además, me «reencontré» con una amiga muy especial y pasábamos muchas tardes/noches/amanecidas de borracheras y conversaciones interminables entre risas y a veces llanto. Con ella, Patty, me atreví a hacer muchas cosas, por  ejemplo, hacerme mi primer tatuaje.

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El screenshot de la foto de ese día. La mano que sostiene mi mano es de Patty. No recordaba la fecha, fue un día antes de mi cumpleaños

Decidí hacerme un par de alitas en mis muñecas. Por supuesto me lo hizo el tatuador de ella y fue en la sala de mi casa. Como a las 8 p.m. llegó Kike y nosotras habíamos estado tomando desde el medio día después de haber dado un paseo por la playa con otra querida amiga. Éramos Linda, Patty, Amaro, Kike y yo en la sala de ese departamento que recuerdo con especial cariño  (tenía una alfombra persa heredada de una tía y así casi todos mis muebles fueron reciclados de diferentes lugares).

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La foto de mi muñeca ese día temprano en la playa

Decidí que tenía que ser en las muñecas porque en esa época atendía pacientes así que no debía verse pero, por la posición de mi mano para manejar el control de mi silla, siempre he podido ver la de la derecha y al final mis pacientes también la notaron y algunos me hacían comentarios bonitos.

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Casi a oscuras, Kike tatuando y Patty agarrando mi mano porque yo no puedo mantener esa posición por mí sola.

Escogí las alas por muchas cosas especiales. Por esa frase que me identificaba tanto de Frida Kahlo: «pies para qué los quiero si tengo alas para volar».  Todo el tema de las aves y su ligereza para ir de un lugar a otro me terminó fascinando, tanto que aún me tatúo aves y me metí a investigar con más profundidad las miles de especies que hay en el mundo.

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Ya con la alita después de tatuarme. Aún podía sostener un pequeño vaso de acrílico. Se ve un poco de ese entrañable depita.

Pues bien, estas alitas fueron mi primer y único tatuaje hasta enero del año pasado que retomé la fascinación por la belleza de los tatuajes y, como ahora ya no ejerzo, con toda tranquilidad me hago tatuajes cada vez más grandes y coloridos y, así, mi piel está siendo cubierta por un gran jardín de flores y aves que, como dice Fangacio en su artículo, «a veces dan la impresión de desprender un aroma real».

Foto de portada: Escena de la película Thelma y Louis (1991). El texto trata sobre mis tatuajes pero en un momento, mientras lo escribía, casi se convierte en una Carta a Patty, a nuestra complicidad, a su presencia que es una fiesta con su olor a tabaco y perfume dulce. Me fui a buscar fotos de ese día en mi Facebook y curiosamente me topé con esta foto que la había posteado en aquella época.  Digo que el texto casi cambia de curso porque me puse a pensar en lo que tú, Patty, significas para mí. Y bueno, por ahora solo hago esta anotación porque nuestra amistad abarcará sendos capítulos.

 

 

 

El descanso del guerrero 

Gran parte de mi vida, familiares y personas cercanas me han dicho que soy «guerrera-ejemplo-de-vida-valiente», y cosas parecidas. Cada vez que los he escuchado, algo en mí sentía cierta incomodidad. Y, normalmente, acepto con gratitud el elogio pero por dentro, algo no me cuadra.

Como ya les he contado, la traqueostomía ha marcado un antes y un después en mi vida, así que esos halagos se hicieron más frecuentes. Por ejemplo, me dicen que cuando algo les va mal, piensan en mí y en mi «fortaleza» y entonces «logran salir de esa dificultad». Dicen que soy una «inspiración» para aquellos que se suelen deprimir por cosas  «insignificantes» o «problemas menores».

Pues les cuento algo: es muy doloroso cuando me colocan en ese lugar. Yo entiendo y agradezco la buena intención que hay en sus mensajes y lo aprecio. El problema es ¿qué pasa cuando se coloca a una persona en un lugar tan alto al idealizarla?. Lo que sucede es que la idealización deshumaniza y la persona se convierte en algo así como en un súper héroe y queda muy lejos, a miles de kilómetros de distancia.

Lo que yo pienso es que cada persona tiene su propia historia con dificultades y problemas que no pueden ser comparables con ninguna otra y, en ese sentido, todos somos guerreros en esta vida y hay  una historia detrás de una decisión y, en mi caso, mi lucha por conseguir el derecho a elegir cuándo, cómo y dónde morir, tiene un fundamento que solo puede depender de mi propia historia.

Ahora que han pasado unos días después de la publicación del artículo sobre mi caso, paré un poco la frecuencia de las entregas en el blog y, curiosamente, tiene que ver con el tema de este texto: era importante tomarme estos días para leer y responder los mensajes y comentarios porque es el primer caso en Perú en que una persona propone el debate de la muerte digna y esto está siendo muy satisfactorio para mí. Así que si me consideras una guerrera, gracias,  ahora necesito de ti, difunde el blog o mis redes y mi voz podrá llegar a más personas y lo primero  que haremos será pensar en el tema y luego opinar y debatir.  A favor o en contra, pero no dejemos de pensar.

Foto por Ana Lía Orézzoli

Sígueme en IG @anabuscalamuertedigna

El debut

Como a la mayoría de niños, mis padres me inscribían en diferentes actividades deportivas y de baile y la natación fue mi favorita. Ahora entiendo que, quizá, el agua me hacía sentir ligerita y zambullirme, hasta sentir mi pecho rozar el piso y bucear con los ojos abiertos y no escuchar nada, me transportaba a otro  lugar lejos, muy lejos de la realidad.

Un día, a los 12 años, mi profesor me indicaba enérgicamente que estirara el brazo izquierdo. Me tuvo la hora y media de entrenamiento: «¡estira ese brazo, Ana! ¡qué te pasa, estíralo!». Al terminar, salí de la piscina, tomó mis brazos  y se dio cuenta de que el izquierdo estaba flexionado y que, por más que lo intentó, no pudo extenderlo. Me dijo que les diga a mis padres. Así lo hice y ahí comenzó todo.

«Te has caído y no te acuerdas», me decían mis padres. Llegué a dudar, pero lo cierto es que no me interesaba ni me preocupaba. Y este es un punto muy importante: se darán cuenta que mi enfermedad no fue nunca un problema para mí sino hasta los 20 años.

Entonces, fueron 2 años de búsqueda e indagación para saber qué le estaba pasando a mi cuerpo. Yo iba a donde me llevaban mis padres pero mi mente y pensamiento estaban en otras cosas que más adelante les contaré. Primero me llevaron a un «huesero» y solo sentí mucho dolor. Luego mi padre trajo a un chamán que me pasó un cuy y barrió toda la casa y mi cuerpo con hierbas y flores, todo esto solo me dejó con muchas picaduras de pulgas y una alergia muy fuerte por las plantas que habían frotado en mi piel. Después, me llevaron a un ortopedista que concluyó que, definitivamente, yo me había caído y no lo recordaba y que le llamaba la atención que no sintiera dolor y, entonces, decidió enyesar el brazo completamente extendido. La indicación era por 3 días, pero el dolor era tan fuerte que esa misma noche le pedí a mi padre que me lo saque. Primero se rehusó pero, finalmente, al ver que no podía dormir y ya era muy tarde para llevarme al doctor,  entonces lo llamó y éste le dijo que de ninguna  manera me lo saque. Mi padre se quedó consolándome en la sala y,  al fin, como a la 1 de la madrugada cogió una tijera y empezó a cortar.

Poco a poco comencé a notar algo de debilidad, ya no rendía igual en los entrenamientos, me tropezaba muy seguido y me costaba seguir el ritmo de los demás.

A los 14 años mi padre me llevó a la ya inexistente clínica Italiana a ver a un neurólogo que le habían recomendado. Él ordenó varios exámenes y análisis y al fin encontraron el diagnóstico: polimiositis. Me derivó al reumatólogo que sería mi doctor por los siguientes 20 años. El doctor Armando Rojo. Mi padre suele contar la llamada urgente del doctor al recibir mis resultados: «¡tiene que traerla ahorita, no podemos esperar más tiempo, tenemos que empezar tratamiento ya mismo!». Y empezamos.

Mientras me daban cortisona, el doctor dudaba y quería asegurarse del diagnóstico, así que indicó una biopsia muscular. Creo que esta fue la primera experiencia de dolor e invasión a mi cuerpo. Grité como loca y tan fuerte que mi padre, que estaba en la sala de espera, entró a la fuerza y abrió la puerta. Lo sacaron y siguieron con el procedimiento.

Los corticoides hincharon mi cuerpo y deformaron mi rostro. Yo tenía 14 años y todo revuelto: estaba con mi primer enamorado y eso era lo más importante en mi vida y todo lo demás era irrelevante. Las citas al doctor y las sesiones de fisioterapia eran lo más aburrido,  yo solo quería dar esas largas caminatas de la mano con él pero cuando mi cuerpo comenzó a hincharse y me veía horrible le dije que ya no quería verlo. Esta sería la primera renuncia que tuve que hacer en mi vida.

Muchos años después entendería que mi cabeza no quiso enterarse de lo que pasaba con mi cuerpo; es decir, sabía que tenía que ir al doctor y tomar pastillas que me engordaban pero era algo que estaba sucediendo de manera casi desapercibida y no me entereba de «tener una enfermedad». Así, recién a los veintitantos comencé a preguntarme qué era la polimiositis.

Es una enfermedad autoinmune. Les explico: todos tenemos un sistema inmunológico que detecta la presencia  de algo extraño que quiere hacernos daño (un virus, por ejemplo) y lo ataca. Pero en este caso, el sistema se vuelve loco y no reconoce entre lo extraño y lo propio (ojo con esto, lo desarrollaré en un próximo texto), entonces termina atacando a nuestro propio cuerpo. En la polimiositis ataca a los músculos y produce tal inflamación muscular que la persona pierde fuerza.

Pero repito, esto lo supe ya adulta cuando comencé a ir a psicoterapia y mi terapeuta preguntó sobre mi enfermedad y yo sabía el diagnóstico pero nada más. Fue un largo viaje de 8 años con ella y juntas investigamos qué le había pasado a mi cuerpo pero sobre todo qué le había pasado a mi cabeza todos estos años. Estaba tan escindida que mi motivo de consulta no fue por mi enfermedad sino por otra etapa de mi vida que ya les contaré más adelante. Al principio no entendía por qué me preguntaba por mi enfermedad si yo había ido por otra cosa.

Pues bien, cuando finalmente  comencé a investigar, pedí a mis padres todos los análisis, informes, resultados, etc. Cuando me lo entregaron, era una torre bastante grande con documentación de varios años y comencé. Me enteré de cada procedimiento que le habían hecho a mi cuerpo y supe qué era una electromiografía y para qué eran esas agujas que pinchaban y retorcían en mis músculos. Entendí por qué cortaron y extrajeron hasta en 3 ocasiones un pedacito de mi músculo. Y me volví una experta en resonancia magnética que en esa época solo lo tenía el hospital de policía. Aprendí a descifrar los valores del puto CPK que se elevaba muchísimo y eso significaba que había inflamación, entonces, otra vez corticoides.

En medio de tanta documentación encontré el primer informe que realizó Rojo. Eran dos páginas que describían mi «debut» (después supe que en medicina usan este término para explicar cómo se inicia una enfermedad en el paciente: «Ana debutó con tal y tal síntoma», escuché decir a cada especialista  cuando  me presentaba ante colegas suyos) con la polimiositis y lo llevé a mi terapia. Se lo leí y había una palabra que no sabía qué significaba: insidiosa. Avergonzada le pregunté a mi terapeuta qué significaba, ella me explicó pero yo me quedé con esa palabra en mi cabeza.

¿ Qué pasó entre los 14 y 20 años? ¿ Qué se había instalado insidiosamente en mi niñez? ¿ Qué significó la polimiositis en otros aspectos de mi vida? Son preguntas que iré desarrollando mientras sigo mi ruta hacia una muerte digna.

 Imagen: «Libre» de Jade Rivera