¿Qué es lo primero que haces al levantarte de la cama por la mañana? Yo, por mucho que intento, no recuerdo lo que solía hacer cuando aún podía caminar sola. Pero sé que, por lo general, hay un primer momento al despertar en que estás entre tus pensamientos y el no querer levantarte y te acurrucas, te llevas las manos al rostro, te frotas los ojos, tus dedos se deslizan en tu cabello, probablemente te cubres si tienes frío o cambias de posición para encontrar la sábana más fresquita. Es un momento aún entre el sueño y el despertar, de intimidad contigo mismo que se concreta cuando finalmente te levantas y te ves en el espejo. Ese primer encuentro, ese ritual tan privado que te puede parecer insignificante es de los momentos que más extraño no tener.s de posición para encontrar la sábana más fresquita. Es un momento aún entre el sueño y el despertar, de intimidad contigo mismo que se concreta cuando finalmente te levantas y te ves en el espejo. Ese primer encuentro, ese ritual tan privado que te puede parecer insignificante es de los momentos que más extraño no tener.
Cuando comencé a perder fuerza, a los veintes, mi padre adaptó mi baño para tratar de seguir siendo independiente. Poco a poco, tuvimos que incorporar alguna pieza, o bajar más el nivel del murito de la ducha, elevar el inodoro, poner losetas antideslizantes, colocar barras, etc. De todo hizo mi padre, porque, aunque no lo verbalizara tan enfáticamente, él sabía cuánto luchaba yo por no necesitar ayuda de otra persona, al menos, en lo más privado que es el baño.
Sé que muy dentro de mí, primitivamente, cada zona de mi mente se iba trastornando junto con cada modificación de ese baño. Cada pieza añadida era un agujero que se hacía más oscuro y hondo en mi cerebro. Yo estaba tratando de no dejar a esa nueva Ana que se levantaba cada mañana y venía en forma de un mar amenazante con olas que se alzaban gigantes delante de mí y yo tragaba agua pero no me ahogaba, resistía a esa intrusa que se instalaba insidiosamente, en el laborioso silencio de mis células.
Con el transcurrir del tiempo quedaba cada vez más sucia porque ya no podía llegar a frotar algunas zonas de mi cuerpo y mi cabello ya solo podía lavarlo con mi mano derecha y el otro lado lo frotaba contra la pared. Cuántas lágrimas dejé en esa ducha mientras tragaba rabia y dolor por la pérdida de mi fuerza.
Hasta que un día perdí fuerza para dar el último paso para salir y me caí en esa ducha que tanto esfuerzo (y seguramente también dolor) había puesto mi padre. Terminé con un esguince en el tobillo derecho y ahí supe que ya había vencido la intrusa, la tirana. Comencé a ser asistida y nunca más pude saber de la textura de mi piel, cada vez era menor esa independencia y privacidad del baño, de tocar mi pelo para sentirlo solo yo y saber si está lo suficientemente suave, a mi gusto.
Con los años aprendí a convivir con la falta de privacidad y tuve una asistente para todo, pero cada vez la necesitaba más y más, hasta el 18 de julio de 2015 cuando ingresé a cuidados intensivos y la silla de ducha que usaba en casa se convirtió en el baño en cama y “sin consentimiento”. No importaba si tenía frío o no. Si quería o no. En UCI, el baño es diario y rápido y sin preguntar. Mis padres dejaban jabón, shampoo, crema y colonia porque es lo que suelen pedir a los familiares para el aseo del paciente. Pero muchas veces, por la rapidez y falta de cuidado, no se fijaban en las etiquetas de los envases y me terminaban lavando la cabeza con el jabón líquido, o sino, me aplicaban el shampoo como crema corporal y, si se daban cuenta de su error, solo se reían y lo dejaban.
Así, el baño se convertiría en el peor momento del día en ese lugar. Sin cuidado, entre técnica y enfermera, conversaban de sus vidas: la técnica sostiene el cuerpo y la enfermera lava, pero ninguna me mira el rostro para saber si estoy sintiendo dolor* cuando por ejemplo jalaban la sonda vesical y sentía que se me desgarraba la uretra o cuando, a pesar de mi mirada de pánico y mi gemido terminaron arrancando mi traqueostomía.
Pues bien, de tener una asistente personal durante muchos años, cuando salí del hospital, pasé a convivir con 4 a 5 enfermeras las 24 horas de cada día de mi vida y el baño, ese momento en la ducha donde puedes sentir el agua que te cae en el rostro y el chorro que se va por el desfogue llevándose tus penas, ya nunca más lo tuve. Ahora todo procedimiento es en cama y nunca más me levantaré para ver mi cara reflejada en el espejo y así tratar de armarme, conocer mis pliegues, mi anatomía, mi mirada, la mirada que verán los demás. Ese insignificante acto que haces cada mañana sin darte cuenta, yo no lo tengo más.
Por eso la fotografía se ha convertido en un arma poderosa que me permite verme: hago zoom a cada poro que no pueden tocar mis manos, me sorprendo y descubro los lados de mi cuerpo que no puedo ver y me fascina este nuevo ritual de auto contemplación de las vías de mis heridas. Encuentro belleza ahí donde hubo dolor y puedo ver ahora una mano cuidadosa y atenta que me sostiene para disfrutar del agua.
Estas imágenes me ayudan a aceptar la ausencia de intimidad conmigo misma y me permiten entender y dejar habitar a la nueva Ana, convivo con ella, en una nueva piel que no puedo tocar, pero que, aunque paradójico, me enamora y me hace escribir sobre la muerte para poder comprender, finalmente, el sentido de toda mi vida.
Fotografía documental por Jessica Alva Piedra
*Con la traqueostomía en el hospital y conectada al ventilador, no se puede hablar, así que normalmente tienen mirarme muy atentos para entender lo que quiero comunicar.